Te pusiste detrás de mí, en cuclillas. Pusiste tu barbilla sobre mi hombro. Y tu lado izquierdo de la cara tocaba el mío derecho. Recuerdo el roce de tu pelo y de tu barba. El tacto de tu mejilla. Quedarme pegada quieta, inmóvil, como si al moverme un milímetro fuese a romper el momento. Y comenzaste a leer:
Desde mi sólida banqueta, o sea desde mi trono de pelagatos, veo desfilar el tiempo y sus minucias, los torbellinos del desorden, las fragatas que en el puerto se mecen impasibles, los murciélagos que inmóviles vigilan, las golodrinas que regresan cargadas de experiencia. También manos que ahora son casi garras, bocas seductoras que reclaman besos, pieles que se convierten en pellejos, ojos que aman cuando miran, colinas de allá lejos que se acercan, arroyos que se vuelven ríos, ríos que se vuelven mares. Desde mi sólida banqueta, desde mi trono de pelagatos, veo cielos que se aclaran y oscurecen viejitas que no hace mucho eran muchachas, desalientos que fueron esperanzas. Pero también futuros que se abren y nos llaman, con promesas que quién sabe y no obstante admitimos. El mundo pasa sin interrupciones, con paisajes que llenan el contorno, alarmas con abismos, glorias inaccesibles, perdones que no pedimos y alborotos en la conciencia cerrrada con candado. Hasta que una noche inesperada, los párpados sucumben y ya no se levantan.
Me retumbaba tu voz en mis oídos. Como un ronroneo que no quieres que pare. Miraba tus manos sosteniendo las páginas. Era algo tan íntimo. Tan Mágico. La complicidad de la que tú siempre hablabas. Podría haberme quedado a vivir en ese plano pa' los restos.
Sentí a mi corazón coraza querer irse contigo. Y ahora, perdido a medio camino, todavía se niega a regresar.